Desde su primitiva aparición en los escenarios bélicos, los agentes tóxicos de destrucción masiva han provocado una repulsión generalizada por sus aspectos insidiosos, sus secuelas a largo plazo y los perniciosos efectos sobre la población civil.
La primera condena de la que hay testimonio documentado se produjo en el año 130 a.C., cuando el Foro Romano reprobó públicamente el empleo de gases tóxicos en las campañas contra los aristónicos.
Antecedentes más próximos fueron el Convenio de Estrasburgo, firmado en 1675 por Francia y Alemania, que prohibió el uso de "bombas cargadas de veneno" y la Convención de La Haya, de 29 de julio de 1899, en la que las naciones europeas renunciaron al "empleo de proyectiles que tengan como objetivo dispersar gases tóxicos y asfixiantes".
La Convención de La Haya no pudo evitar, sin embargo, la utilización masiva e indiscriminada de armas químicas en la I Guerra Mundial, cuando el gas mostaza sembró el horror en los campos de batalla, evidenciando el peligro de la guerra química tanto para las propias fuerzas, como para la población civil y el medio ambiente.
Al finalizar la contienda los aliados prohibieron a los países vencidos el empleo de gases asfixiantes, tóxicos o similares, así como de líquidos y materiales análogos (Artículo 17 del Tratado de Versalles), cuya fabricación e importación es sometida por primera vez a embargo incluyendo los materiales especialmente destinados a su producción, conservación y uso.
La ineficacia en la práctica de este Tratado determinó que los esfuerzos de control se dirigieran hacia el comercio internacional de sustancias químicas de doble uso, lo que resultó imposible con los medios de entonces, por lo que únicamente se limitaron las exportaciones de munición química.
El 17 de junio de 1925 se firma el Protocolo de Ginebra, que expresa la condena internacional a la guerra química, pero que tampoco resulta un instrumento eficaz ya que muchos países se reservan la utilización del armamento químico para acciones de represalia frente a agresiones del mismo tipo, con lo que no se limitan ni la fabricación ni el almacenamiento.
Tras la II Guerra Mundial se renuevan los esfuerzos internacionales para erradicar definitivamente las armas químicas y biológicas.
En el caso de las armas químicas, se inicia un largo proceso de negociaciones que culmina en París el 13 de enero de 1993 con la firma de la Convención para la Prohibición de las Armas Químicas.
En la actualidad, el cumplimiento de la Convención es fundamental para la Humanidad, no sólo porque algunos Estados mantienen todavía latente una posible amenaza de empleo de armas químicas, sino por el creciente motivo de alarma que supone el uso de sustancias químicas tóxicas con fines terroristas.
Esta nueva amenaza se puso de manifiesto en 1995 en el atentado con gas sarín del metro de Tokio.
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